En la pizarra
una palabra:
AMOR
El profesor la borra.
Queda el polvo.
Un alumno levanta la mano
y escribe debajo:
AÚN
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Poemas y más cosas interesantes
En la pizarra
una palabra:
AMOR
El profesor la borra.
Queda el polvo.
Un alumno levanta la mano
y escribe debajo:
AÚN
Rooms by the Sea (Habitaciones junto al mar) –Edward Hopper (1951). En esta pintura realista del siglo XX se ve una habitación vacía con la puerta abierta hacia el mar. La fuerte geometría de las paredes y el piso en sombra contrastan con la luz brillante que entra por la puerta, pero no aparece ningún personaje. Hopper transmite así una quietud meditativa: “la ausencia de presencia humana, un tema recurrente en su obra, intensifica la sensación de aislamiento” Visualmente la habitación está deshabitada y el mar en el fondo queda sin barcos ni figuras, lo que simboliza la soledad y la contemplación interior. Rooms by the Sea está en la Yale University Art Gallery (EE. UU.) donde puede verse (con detalle) la composición completa.
La forma exacta del vacío
La luz entra sin pedir permiso
y deja claro que esta habitación
no tiene nada que esconder.
El silencio pesa.
No es bonito ni poético:
es un hueco exacto,
un hueco que duele.
Aquí falta algo.
No un objeto,
no una palabra suelta en el aire:
falta la vida entera.
El gesto mínimo
que mantiene las cosas en su sitio.
Falta el latido que justificaba la casa.
Faltas tú,
y con tu ausencia
se vació hasta el mar.
La puerta abierta es un borde afilado.
El azul no consuela.
Solo recuerda lo que ya no vuelve.
La casa insiste en seguir en pie,
como uno insiste en respirar
después del golpe.
Pero todo está torcido:
las líneas,
la luz,
las ganas.
A veces miro la puerta
y pienso que el mar podría entrar
y borrar de una vez este vacío.
Pero ni eso ocurre.
Ni siquiera el agua se atreve
a ocupar tu hueco.
¿Qué hacemos con este amor
que no cabe en las calles
ni en las camas
ni en la vida reglamentaria
que nos vigila desde las ventanas?
Tú no vienes.
Yo no voy.
Y aun así algo nuestro
sigue respirando en la esquina,
fumándose el silencio
como un cigarro torcido
que no se apaga.
Hay noches en que tu nombre
me pasa rozando
como un tren que no para,
dejando en el aire
el ruido exacto de lo imposible.
Tal vez lo único
sea dejarlo sentado entre nosotros,
que mire el mundo romperse
sin intentar salvarlo,
que aprenda a existir
sin tocar nada,
sin pedir nada,
sin desaparecer.
¿Qué hacemos con este amor?
No lo sé.
A lo mejor solo dejarlo vivo,
pero quieto,
como una bala sin disparar
que nos recuerda
que algo sigue latiendo.
Que sigan los esfuerzos
felizmente inútiles;
los tuyos, los míos,
los de quienes empujan piedras
que nunca coronan la montaña
pero arden en sentido.
Guardemos un museo secreto
en los márgenes de la ciudad;
allí donde los gatos vigilan sin juicio
y la luz parpadea en los pasillos,
clasificaremos sueños que se resistieron
a convertirse en éxito.
Llenemos vitrinas con intentos:
el funambulista que se queda en el aire,
la amante que perdona demasiado,
el héroe que grita solo en su salón vacío,
el poeta que escribe sin público,
la niña que dibuja un sol dentro del cajón.
No hay fracaso
cuando la voluntad persiste.
No hay cima
si el camino ya es una forma de altura.
Que nadie nos pida cuentas
ni estadísticas
ni resultados.
Que sigan los esfuerzos
felizmente inútiles,
la palabra lanzada al abismo
sin testigos
que tal vez toque tierra
cuando ya no estemos.
Porque escribir
es arrojar una botella
a un mar que no promete orillas.
— Raquel Fraga
Todos los derechos reservados
Si el tiempo me concediera un regreso,
no pediría otra vida,
solo el instante en que tu mirada
me reconoció sin buscarme.
Volvería a cruzar ese umbral,
al lugar donde el silencio
pronunció nuestros nombres.
Hay presencias que no terminan,
solo se esconden detrás del aire.
Caminaría de nuevo entre las horas grises,
esperando el temblor de tu voz
como quien aguarda la lluvia.
Y si el mundo se desordena,
si la memoria decide olvidarte,
seguiré mirando hacia donde todo vuelve:
esa línea invisible
que une tus manos y mi destino.
Porque algunos amores
no entienden de principio ni de fin;
solo respiran en lo eterno,
tan certeros como la luz
que aún tiembla
después del relámpago.
Después del fuego
me quedé con las manos vacías
y una verdad pequeña entre los dedos:
amar fue arder sin testigos,
pero también sobrevivir a las cenizas.
Y entonces —sin ruido— llegaste.
Traías el temblor de la luz en tus hechos,
la certeza del agua después del incendio.
No venías a salvarme,
sino a quedarte.
Desde ti aprendí la forma secreta del reposo,
el lenguaje que no miente,
la quietud donde todo es ofrenda.
Tu amor —tan verdadero—
fue la respiración del mundo que apagó el dolor.
Vive con una jaula plegable.
Al amanecer
cuelga un corazón húmedo
en los barrotes invisibles.
La sospecha anida en las bisagras,
el silencio gotea
sobre un suelo de mapas borrosos.
Desde otra orilla,
una voz se conmueve
y se niega a custodiar ternuras cautivas.
El aire abre caminos,
las estrellas rechazan candados,
los lápices dibujan rutas
que nadie ve.
La cartografía del escape
se escribe con alambres eléctricos:
un hilo secreto
suspende la jaula en el cielo.
Y el cometa —
necio, luminoso—
se niega a aterrizar.
No hubo fecha,
ni promesa,
ni un rincón marcado con iniciales.
Solo un temblor en el pecho,
una herida que respira.
Lo invisible sosteniendo mi cuerpo.
Éramos lo que no debía ser.
El error,
el secreto,
la grieta.
Nos reuníamos en la sombra.
Nos tocábamos con palabras rotas,
con miradas al borde del acantilado.
Tú eras mi hambre.
Yo, tu refugio sin nombre.
Un cuerpo guardado en otro cuerpo.
Un destello que nadie miraba.
Los amores así no necesitan testigos.
No dejan pruebas,
ni cartas,
ni anillos.
Solo la memoria ardiendo,
el silencio tatuado en la piel,
la certeza de lo imposible.
Nadie sabrá nunca
cuántas veces pronuncié tu nombre
en un idioma inventado.
Nadie escuchó mi respiración
cuando tu ausencia pesaba como hierro.
Dicen que no existimos.
Que todo es invención.
Pero yo llevo tu calor dentro,
y tu silencio se aferra a mis huesos.
No necesito demostrar nada.
Lo imposible
no pide testigos.
Arde en secreto,
y basta.
Éramos la otra cara del mundo.
La canción sin voz.
La carta que no llega.
El beso que se esconde en la mano.
Éramos lo que nadie se atreve a nombrar.
Lo que no tiene ley.
Lo que no tiene permiso.
Y por eso dolía.
Y por eso era verdad.
¿Quién puede borrar lo que nunca ocurrió?
¿Quién puede negar
el incendio de un cuerpo
cuando otro cuerpo lo atraviesa?
No hubo juramentos.
Ni promesas.
Ni siquiera futuro.
Solo el instante
mordiéndonos la boca.
Solo la certeza
de estar viviendo fuera del mundo.
A veces creo que lo inventé.
Que nunca estuviste.
Que fui yo sola,
tocando un vacío con tu forma.
Pero basta cerrar los ojos
para que vuelvas.
Basta respirar
para que tu voz regrese.
Basta escribir
para que el papel se incendie contigo.
Por eso escribo:
para gritarle al vacío,
para que el poema sea la prueba
de lo que el mundo niega.
Porque estos amores,
los que no se nombran,
viven más allá del tiempo.
Se alimentan del silencio.
Se esconden en la memoria del cuerpo.
Cuando cierro los ojos
todavía siento tu respiración.
Cuando camino,
tu sombra camina conmigo.
No tenemos fecha.
Y, sin embargo,
aquí estamos:
latido,
cicatriz,
verdad.
No aparecemos en los álbumes.
No tenemos promesas.
No nos pertenece el futuro.
Pero fuimos.
Somos.
Seguimos siendo.
Un murmullo en la garganta.
Un golpe en el pecho.
Una herida luminosa.
El amor que no se nombra.
El que no muere.
El que respira en estas palabras.